Lectura del domingo
Benhur Sánchez Suçarez
(Revisión de un texto ya publicado)
Segundo monólogo del alucinado
Un mes viejo como enero pasa raudo por tu rostro. Pareciera como si no representara nada y, sin embargo, lo descubriera todo con su paso infalible y su nadadito de perro. Poco a poco el tiempo hará que te olvides de las flores y quedes exhausto, solo con el aroma de una fruta seca en la alacena. 
El siglo ha terminado y no ha pasado nada. 
Así como han pasado tantos que ya casi ni los recuerdas: 
El de los dioses paganos que copulaban con mujeres de las aldeas y procreaban semidioses, el mismo de los jóvenes sedientos por la lujuria de las diosas. 
El de los viejos reyes, de coronas oxidadas, convencidos de ser herederos de los dioses, y el de las Princesas altivas, deslumbrantes, que fornicaban lujuriosas en un recodo del Palacio. A escondidas de sus reyes, que administraban su propio modo de aplacar sus ansiedades, un séquito de doncellas y efebos domesticados. Aquel de los obispos libidinosos que jugaban con hembras en celo y niños bulliciosos.
El de los grandes descubridores, vueltos estatuas por sus conquistas en los interminables paisajes de la historia, y las cacicas que dominan el mundo con el portentoso perfume de sus piernas.
El de los Dictadores, apoderados por la fuerza de las armas de los hilos del gobierno. Hombrecitos de mezquindad sin límites, gozosos de extraer riquezas de la pobreza de sus súbditos, para adornar sus cuerpos con grandes baratijas y mentiras. 
El de los presidentes enanos, que gobiernan para sí mismos, capaces de destruir naciones por el solo mérito de ser sus gobernantes. 
Han pasado, también, los pequeños héroes de la supervivencia, que alumbran caminos imposibles y descubren esperanza hasta en el más desvalido de los seres.
Los mendigos malolientes, como residuos de comodidades irrecordables y malas estrategias económicas, que viven de un pasado glorioso que ya nadie recuerda. 
Los Encostalados que apacienta la llanura con su Santísima Paciencia.
Los Santísimos animales extintos, sostenidos apenas por láminas y libros, único territorio en donde habitan para nutrir la imaginación de los vivientes. 
Los salvajes, que habitan ahora territorios donde ya no hay aire para sus sonidos ni calor para sus movimientos.
Calles atestadas. 
Selva de cemento.
El legado de su historia: Tanta carga encima. Tanta muerte absurda.
Caminas por tanta claridad como un demente. Ya no sabes si el loco eres tú o son ellos, tan ocupados en desconocerte y apabullar tu deseo de ser alguien.
Pero n olvides que te dije que no volvieras atrás, que ni siquiera miraras hacia aquel lugar en donde acumulabas el olor de los guayabos y un sueño nuevo cada día para comunicarlo al mundo. 
No vuelvas atrás. 
Así podrás tener control de ese camino que, sin embargo, no recuerdas cuándo empezó, aunque tampoco imaginas dónde termina. 
¿En qué día? 
¿En qué noche? 
A lo mejor en una madrugada o en un atardecer, quizá detrás de la colina, allí donde el sol va dejando una estela roja para que brote la noche y aparezcan las estrellas en el firmamento. El mejor espectáculo que conoces. O, tal vez más allá, en ese país verde que llaman utopía y se extiende hasta donde no alcanza la memoria.
Tú no lo sabes. 
Nadie lo sabe.
Entonces presientes que otro enero de frutas y de flores se acerca hasta tu rostro y, viejo ya, emprendes tu regreso.