Lectura de domingo

Mi tía Raquel y su sopa de fideos

Mi tío Cupertino no cerraba su almacén los sábados a mediodía, como lo hacían por costumbre el resto de la semana los comerciantes de Laboyos, porque los sábados era día de mercado. Eso lo obligaba a prescindir de ir a la casa a la hora del almuerzo y desistir de hacer su siesta habitual de todos los días.

Almorzaba en la trastienda con los alimentos que le hacía llegar su hermana Raquel, en un portacomidas esmaltado, que constaba de tres compartimientos: uno para la sopa, otro para el seco y otro para el dulce, que luego mi tía comenzó a llamar la bandeja del postre. El salpicón, que ella supo en Bogotá que le llamaban “coctel de frutas”, dejó de enviárselo porque se regaba en el portacomidas y a veces malograba parte del almuerzo. Por eso a los cubiertos y al líquido pasante mi tío ya los tenía dispuestos en su trastienda, donde mantenía abastecida una canasta de gaseosas “Extra”, de la fábrica de los Arbeláez.

Al sábado se le conocía como el día del mercado grande, porque bajaban de la cordillera al pueblo los campesinos para vender sus productos, cosechados en sus fincas y parcelas, y a comprar en los graneros y almacenes los productos que requerían en sus campos. Esa era la economía elemental, que todos entendíamos sin tanto desgaste de fórmulas y conocimientos.

También se acomodaban en la plaza los cacharreros y vendedores de mercancías venidos de otros pueblos, incluso de la capital, que se apeaban de las chivas con sus maletas repletas de mercancías. Eran una fuerte competencia para los almacenistas, como Cupertino, que pagaban un buen precio por el local donde funcionaban sus negocios y veían mermados sus ingresos. Mientras más vendedores llegaran a Laboyos, menos ventas lograban mi tío y sus colegas.

El bullicio de los vendedores y compradores, en los graneros y en las cantinas, con su música estridente y sus coperas acuciosas, hacían sentir que el pueblo tenía mucha vida y el progreso circulaba a manos llenas.

También los miércoles había mercado, pero más pequeño. Lo llamaban el mercado chiquito, que era para las contingencias en mitad de la semana, cuando las amas de casa iban a la plaza de mercado para adquirir los productos que habían olvidado en el mercado grande de los sábados o se les habían agotado antes de lo previsto.

Lo cierto es que su almacén, conocido como “Mi almacén, de Cupertino Sánchez”, vendía los sábados más que los otros días de la semana, a pesar de la dura competencia de los comerciantes ambulantes. Así había progresado en su ascenso por la vida, lo que le permitía vivir cómodo en la casa paterna con sus dos hermanas, Saturia y Raquel, y su sobrina Nelly. Y de la misma forma había descendido en el ocaso de su vida hasta los límites de la indigencia, en un barrio de invasión en Florencia, como refieren las buenas y malas lenguas que conocen la historia de los pueblos.

Nelly era hija de Raquel, y fue la sobrina que más le ayudó a Cupertino en el manejo y atención del público en su negocio. Lo remplazaba para que él pudiera ir a la casa a almorzar y descansar o fuera a hacer diligencias en los bancos. Hasta que ella decidió casarse y llenarse de hijos y sus obligaciones fueron muy distintas y hasta opuestas al manejo de un almacén. Sin embargo, ese ejercicio le dejó de todas formas el conocimiento de las telas y el dominio de las marcas de paños, camisas y pantalones, que se ordenaban como bloques multicolores en los anaqueles del local. Y esos conocimientos le sirvieron para convertirse en modista y sobresalir como costurera, sobre todo en Bogotá, donde pudo sacar adelante a sus h ijos, abandonada desde Laboyos por su esposo, ese bendito camionero que desapareció, con camión y todo, sin dejar rastro.

Así que, ante la ausencia de Nelly, Serafín resolvió con Cupertino que nosotros le colaboráramos los sábados llevándole el almuerzo y cuidándole su almacén para que él pudiera disfrutar de ese breve descanso al mediodía. Serafín nos comprometió para ayudar a su hermano, siempre y cuando estuviéramos en vacaciones porque no quería, y en eso fue muy claro, que distrajéramos nuestro tiempo de estudio en actividades distintas a las académicas.

A mí no me gustaba estar en el almacén, bastante aburrido y sin conexión con mis ambiciones en la vida, es la verdad. Lo que me atraía era ir primero a la casa paterna a recoger el almuerzo y encontrar que mi tía Raquel no sólo tenía dispuesto el envío sino también servido en el comedor el almuerzo que me ganaba como mandadero de ocasión.

Qué sopas tan deliciosas las que preparaba mi tía Raquel. Mi preferida era la de verduras con fideos, porque la pasta no perdía su consistencia, las verduras estaban en su punto y los condimentos mesurados, que iban del comino, la cebolla, el tomillo hasta el ajo y la sal, le daban ese sabor especial que exacerbaba mi debilidad. Por eso mi tía Raquel está presente en mi memoria y por eso no la olvido a la hora del almuerzo, sea donde sea el sitio donde me encuentre a la hora sagrada de los alimentos. Nunca desaparece de mi paladar esa sazón maravillosa, que para mí era sólo de ella. Sin demeritar a Laura, por supuesto, nuestra madre, que nos enseñó a cocinar desde muy niños, porque decía que las personas debían saber hacer las labores del hogar, no sólo de cocina sino también de oficios caseros como barrer, lavar, planchar o remendar. Nadie puede adivinar qué contingencias se nos pueden atravesar en la vida, nos explicaba con paciencia mientras preparaba el arroz con fideos o revolvía la sopa de verduras para nuestro almuerzo.

Mientras mi tío Cupertino ingería sus alimentos, me distraía viendo pasar la gente por la Calle Real, sobre todo las madres con sus hijas, que alborotaban con su alegría la tediosa hora de la siesta.

Aún recuerdo a mi tía Raquel y su sopa de fideos como si fuera sábado de mercado grande y Cupertino se volviera a asomar a la puerta para verificar si ya llegaba yo con sus alimentos, como todos los sábados, a esa hora en la que la torre de San Antonio partía el día en dos con sus doce campanadas.

O como si todavía las lluvias ocultaran las montañas y azotaran los tejados, antes de que el verano volviera rojas las tardes y el crepúsculo fuera un espectáculo de colores disolviéndose en el horizonte.

(Fotografía: 1960, Calle Real, Pitalito. Tomada del portal Historia de Pitalito)