Lectura de domingo

Lección de pedagogía

En mi niñez y juventud nunca utilicé nada encima de mi cabeza. No sólo porque me fastidiaba cualquier peso que aplastara mi cabello, sino porque mi pretensión era lucirlo siempre tan crespo y natural como lo había recibido. Tal vez así nos lo inculcó Serafín, que nos mantuvo con nuestra cabellera abundante y rizada acariciando nuestros hombros, hasta que ingresamos a la Anexa.

El primer día Octavio Durán, su director, nos agarró por los cabellos a René y a mí, uno en cada mano, y nos hizo frente a la formación por cursos en el patio de la Anexa. Nuestros pies bailaban en el aire y el dolor de la cabeza estuvo a punto de hacernos chillar. Luego arengó que nuestro pelo largo era una muestra de desaseo y él no toleraba ese descuido personal en su establecimiento.

Ni el establecimiento era suyo ni su actitud era la de un educador. No nos frustramos de milagro por esa humillación sufrida en nuestro primer día de ingreso a la educación formal. El recuerdo de esa afrenta ratificó mi decisión de no usar nada sobre mi cabeza.

Hasta que, sesenta años después, de paso por Bogotá, un infarto me colocó al borde del más allá en un quirófano, frío como la muerte. Gracias a los cirujanos cardiovasculares de la Fundación Cardio Infantil, mi operación de corazón abierto se realizó con éxito.

Sin embargo, mi pérdida de energía fue tal que estuve acosado por la hipotermia. Mis manos permanecían blancas como de muerto y mis piernas y brazos temblaban azotados por el escalofrío. Qué ironía, había superado el infarto y la intervención quirúrgica, pero podía morir de frío. Eso me obligó a cubrirme con varias mantas para trata de conservar el poco calor que emanaba de mi cuerpo. Mi hija Gisella adicionó a mi dotación unas mantas térmicas.

—Cúbrase la cabeza con algo, puede ser una cachucha, un sombrero, una boina, algo que le mantenga con calor el cerebro —me aconsejó la enfermera que nos despidió en la recepción de la clínica cuando me dieron de alta.

Le obedecí, obligado por las circunstancias. Primero me encasqueté una boina negra que usé un par de días hasta que el espejo me devolvió el rostro pálido y ridículo de un escritor rescatado de la morgue. El negro se entiende porque concentra los rayos y produce calor mientras el blanco los repele y es más fresco. No soporté mi imagen ni el peso de la boina. Me descubría con frecuencia hasta que la dejé abandonada en una silla.

Luego intenté con una cachucha, también negra, pero esa imagen deportiva me pareció que no encajaba con mi rostro. Sabía que en Bogotá era un cuerpo rodeado de frío por todas partes y mi insatisfacción era notoria. Debía seguir buscando calor para mi cabeza. Así se lo manifesté a mis hijos, todavía impedido para guiar mis pasos con libertad por la ciudad.

Entonces, a nombre de mi nieto Santiago, Constanza me obsequió un sombrero de dril, azul oscuro con rayas blancas, verticales, por el que abandoné la cachucha de inmediato. Mi nuera escogió un sombrerito suave, delicado, que podía enrollar y meterlo en mi bolsillo. Así empezó a gustarme el sombrero como fuente de calor para mi cabeza. Pero mi imagen en el espejo tampoco fue del todo agradable, al punto que una vez llegué a pensar, al verme reflejado, que era el representante genuino del bobo del pueblo.

Finalmente, en el centro comercial Santa Fe, al frente de la casa de René, tropecé con un almacén de sombreros, y en él descubrí uno de estilo “trilby”, inglés, de ala angosta, que se caracteriza porque el ala delantera está inclinada hacia abajo. Otros los llaman Borsalino. Me encantó el estilo. Y también que fuera negro. Como su función era calentarme la cabeza, antes que cualquiera otra protección, fue ese el sombrero que adopté para mi convalecencia.

Cuando mi salud pasó de mala a buena, ya estaba a costumbrado al tener sombrero sobre mi cabeza. Hoy tengo una dote suficiente de sombreros, diez años después de la operación. Los tengo Aguadeños, Panamá, Fedora y Borsalino, unos blancos, otros café, la mayoría negros.

Algunos los he dejado por olvido en alguna cafetería o en el asiento de un taxi, como me ha pasado siempre con los paraguas. Pero el que más me dolió perder fue uno de marca Panamá, que me había traído del Ecuador mi hijo Gonzalo. Una tarde en Ibagué tuve que bajar por la avenida El Jordán para ir a Multicentro, y al cruzar la avenida y viendo que se acercaban los carros a gran velocidad, corrí hasta el separador con tan mala fortuna que el viento me arrebató el sombrero y lo llevó veloz debajo de la buseta. Otros vehículos lo aplastaron y dejaron como un diminuto tapete amarillo sobre el pavimento. Fuera del agite y el ahogo que me produjo la carrera, su pérdida me hizo pensar que, de pronto, ya era hora de dejar de usar sombrero.

Pero no fue así. Se impuso la costumbre. Y más ahora cuando dicen que, con el cambio climático, nos tendremos que cubrir para que los rayos del sol no conviertan nuestra piel en un cáncer sin regreso. Con seguridad tendré que pasarme a los sombreros de ala ancha, que no son precisamente los que más me gustan.

Esos tampoco los usaré por vanidad, si es que llego a usarlos, porque yo no adopté el sombrero por gusto ni por estar a la moda o para posar de intelectual, como lo han sugerido algunos conocidos insidiosos y chismosos, sino por salud.

Tal vez ahora mi sombrero negro remplace en mi cabeza aquella cabellera de mi infancia, deshonrada por un despistado profesor que simulaba ser educador, pero no lo era. Tal vez.