Sobre los pasos recorridos...
Por Fernando Cely Herrán
Hoy hace una
década, después de 31 años en las aulas, me despedía de la vida pedagógica. Me
resulta difícil comprender que han pasado tantos años. Fueron muchas las horas
frente a ojos inquietos, a sueños escondidos en pizarras y algarabías. Varios
de esos años mis labores iniciaban a las 7 am y las culminaba a las 10 pm pues
asumía tres jornadas de trabajo: mañana, tarde y noche, combinando colegios y
universidades. Sin duda, fueron miles de estudiantes los que pasaron por el
universo de mis anhelos para tratar forjar en mentes y corazones un destino
común más favorable para mi país y para el mundo.
No sé cuánto
enseñé, pero sí sé lo que aprendí. Mientras mi cuerpo se deterioraba
prematuramente por suerte de haberme ganado una lotería a la inversa, cada
instante compartido con niños y jóvenes me convirtieron en una especie de mago
que siempre quiso sacar de su sombrero la mejor sorpresa.
Intenté
hacerlo de la mejor manera, pero habría podido otorgar más. De todas maneras,
esos días me permitieron conocer el interior de muchos seres que nutrieron mi
alma y estimularon mi amor por la vida, por las palabras y por la educación. Al
partir, dejé atrás no solamente las tradicionales clases. Generalmente donde
prestaba mis servicios, me vinculaba a la publicación de periódicos, revistas y
libros. También me encantaba organizar y dirigir grupos de teatro y participar
en las actividades culturales donde tuviera la oportunidad de actuar y cantar,
dando paso a mi vocación por esas manifestaciones que disipaban las rutinas y
alejaban los primeros dolores corporales que me acompañan desde entonces.
Después del 15
de diciembre del año 2010, inicié como buen colombiano una lucha que se
prolongó por tres años, para que me reconocieran la pensión: derechos de
petición, tutelas rechazadas, abogados ladronzuelos, negaciones, reconstrucción
de historias laborales mal registradas en el entonces Seguro Social, y toda
clase de talanqueras burocráticas que apuntaban a un suplicio mayor.
Finalmente, mientras me seguía sometiendo al duro rigor de los quirófanos,
obtuve contra viento y marea, esa forma de manutención escasa y digna.
Ha pasado el
tiempo. La vida siempre generosa me ha concedido la compañía de una familia
pequeña pero excepcional que acicala mis alas rotas, permitiendo que las
palabras me prodiguen enrarecidos aires que se abren a nuevas geografías,
siempre vigentes y reconfortantes que vencen al olvido. Es tan hermoso vivir
con las palabras a flor de piel, que ellas me devuelven con frecuencia a las
aulas cuando por amables invitaciones literarias comparto talleres, conversatorios
y recitales en instituciones educativas de diferentes sitios del país. Ahora,
con el auge de la virtualidad por las circunstancias de la pandemia, el alcance
ha resultado aún mayor.
Gratitud
inmensa a los Colegios y Universidades que me dieron la oportunidad y confianza
para formar parte de sus equipos de trabajo, a los estudiantes que me recuerdan
con cariño, a los que decepcioné, a compañeros de labores que fueron
fundamentales para sostener el peso de una profesión trascendente y
transformadora de vidas.
La vida es un
fugaz instante en el inexorable calendario. A pesar de los actuales momentos,
continuamos con vida. Entonces evoquemos, agradezcamos, recordemos con
plenitud.
La nostalgia también es patrimonio de la historia.