Lectura de domingo


Cosas del amor
Benhur Sànchez Suàrez
Fue en diciembre de 1960, mediante ordenanza 04, que se creó el Festival del Bambuco en Neiva. En 1961 se pusieron de moda las faldas rotondas con flores multicolores, conforme al modelo que las señoras Alicia y Elvira Ferro habían diseñado como el traje típico para la mujer. Por eso Arturo Rivera llamó a Serafín en junio del año siguiente y le dijo que lo esperaba en Neiva para las fiestas porque el negocio de las faldas pintadas estaba en su furor.

Arturo pensó que Serafín, por sus conocimientos de pintura, con seguridad obtendría mucho éxito y una buena suma de dinero, y por eso lo llamó. Pero como Serafín era Oficial Mayor de la Alcaldía en Laboyos y no podía dejar el cargo para aventurarse con la pintura, decidió que viajara yo a Neiva. Así cumplía con su sobrino, que años antes lo había salvado de la muerte, y con su compromiso laboral.

Viajé a Neiva y me instalé donde mi primo Arturo, bajo la mirada maternal de Herminia y la compañía de sus hijos. A pesar de mis todavía limitados conocimientos de pintura pude sortear con éxito los pedidos que me hicieron, recibir buena paga por las faldas pintadas y disfrutar de una de las vacaciones más felices de mi vida.

Por esos días me encontré con mi primo Ricaurte Vega quien, amparado en un puesto de relojería por los lados de la Galería de mercado, cumplía también con la tarea de difundir las ideas de Marx y de Lenin entre los neivanos. Me llevó a su casa en La Libertad, barrio de invasión que Ezequiel Gallo, excombatiente de Marquetalia, el escritor Humberto Tafur y él, organizaron una madrugada de noviembre de1960 para dar techo a campesinos desalojados de sus tierras y a otros pobres de la ciudad. Cuando llegamos vi algunas casas todavía en construcción, paredes en obra negra, ropas tapando huecos y ventanas, guaduas y ladrillos por doquier y algunos habitantes todavía entusiasmados, año y medio después de la invasión. 

Sin embargo, volví donde Ricaurte varios días no tanto por saber de su proselitismo político, tan difícil en esos aciagos años, sino porque tenía una vecina espigada y hermosa, que me atrajo por su cuerpo esbelto y su sonrisa. Me enamoré de ella de entrada porque me sonreía y me guiñaba sus hermosos ojos café oscuro cuando pasaba a saludar a Ricaurte. Al ver mi entusiasmo mi primo me advirtió que Virginia era novia de un sargento de la policía, que la visitaba más por espiar el sector que por el amor que le tenía, y era cuatro años mayor que yo. 

El Festival del Bambuco estaba en su esplendor. De día pintaba faldas y de noche íbamos con mis primos a los tablados a gozar de la música y del folclor. En esos recorridos me encontré con Virginia y me atreví a bailar con ella, bien apegado a las formas de su cuerpo y susurrándole pendejadas al oído.

Pasado el festival me quedé en Neiva. Yo no quería volver a Laboyos, mi mundo iniciaba y terminaba en la sonrisa de Virginia. Algunas tardes iba con otros muchachos del barrio a nadar al río Magdalena en donde Bernardo Cuéllar, zapatero y camarada de Ricaurte, nos leía apartes de La madre, novela de Máximo Gorki, sentado en una banqueta hundida en la arena. Nosotros lo escuchábamos desparramados en la playa, arrullados por el agua y el aletear de las garzas que revoloteaban siguiendo la corriente.

En lugar de preparar mi regreso a Laboyos, le propuse a Virginia que nos voláramos para Bogotá donde empezaríamos nuestra vida juntos. Le planteé como punto de encuentro la estación del tren y las cinco de la mañana como la hora conveniente. Ahí comenzaríamos a escondidas nuestro viaje hacia la felicidad. Se lo dije con la pasión de mis dieciséis años, aunque con la incertidumbre de no saber si ella aceptaba mi propuesta.
Con mis dudas y mis miedos me levanté ese día, me vestí sin hacer ruido y me fui para la estación. Cuando me acerqué a la entrada la percibí en la acera con una maleta junto a ella y rodeada de un resplandor que me hizo estremecer. ¿Cómo olvidar ese retrato? No podía creer que estuviera ahí, con toda su belleza. ¿Qué hago ahora?, me pregunté y me comenzó el remordimiento. A pesar de mi terror la abracé, la besé y luego nos sentamos en el borde del andén, frente a los rieles del ferrocarril. Entonces le dije que no debíamos viajar, que ese no era el camino correcto. El miedo a lo desconocido temblaba en mis manos y en mi voz. Abrió tanto los ojos que me hizo dudar de si era yo el que hablaba o era un fantasma de mí mismo el que decía mentiras para hacerme quedar bien. ¿Por qué actué por encima del amor? Le hice la pregunta sin respuesta: ¿Qué futuro nos espera, amor, si yo no soy ni siquiera bachiller? Se la hice sin ninguna convicción, en el fondo esperando que fuera ella, si era que me amaba, quien luchara por nuestro amor. Es mejor que esperemos… Entonces Virginia me miró con ojos ausentes, me besó en la frente, se levantó y se marchó con su maleta en la mano como si ingresara a un telón sin fondo donde se diluía poco a poco su silueta.

Lloré largo rato sentado en el andén. Al llegar a la casa Herminia me llamó la atención para que pensara en regresar a Laboyos porque debía terminar mis estudios de Normal. Esa tarde llegó a Neiva Serafín para saber lo que pasaba conmigo. En el pueblo ya me daban por perdido, después de un mes sin noticias de mi paradero. Venía decidido a regresarme a Laboyos para hacerme retomar la realidad que había abandonado por esas tontas e inexplicables cosas del amor.